Hay quien piensa, como William Faulkner, que la civilización llega con la destilación. Sin desmerecer esta tesis, que tiene un número incontable de partidarios, ocasionales, unos, impenitentes, otros, mi incompatibilidad con el alcohol —patente, ya no en un primer whisky, basta una sola cerveza— apuesta por el humor como el mecanismo que permite a la sociedad respirar. Gabriel, un personaje delirante que suscita una entrañable inclinación, recorre los catorce relatos que componen la obra para tomar distancia y afrontar, en cada uno de ellos, la fuerza gravitacional de la realidad. No necesita alejarse, aunque en alguna ocasión cambie de ciudad, para deformar, con su insumiso sentido del humor, el mundo que le rodea.
Al hilo de… es la alternativa absurda e hilarante a la normalidad que nos arrastra, con demasiada frecuencia, al naufragio. Y Gabriel, sin una copa en la mano, un insólito salvavidas.
Ángel Polo. Debuté en la vida hace años (1961), no sé si muchos o pocos, pero los suficientes para entender que ya tengo más pasado que futuro. No lo digo en tono derrotista, del que huyo desde que apareció Heliana en mi camino, o yo en el de ella. De todas las cosas que tengo que agradecerle, me quedo con el destierro de la queja para siempre. La renuncia a su obstinada dramatización me regaló el tiempo y el ánimo necesarios para liberar el impulso confinado de escribir. Antes, solo la relación epistolar, como un vestigio imperecedero de la más profunda amistad, mantuvo mi afición por la escritura.
No he abandonado del todo esa emotiva costumbre, catalogada por mis hijos de analógica, que aún practico con un familiar cercano. Expulsada, por fin, la postergación, arma terrible y destructiva, terminé mi primer libro, Hay que saber perder, hace dos años. Y una vez asentado mi quehacer como escritor, publico mi segunda obra, Al hilo de…, afirmación, eso espero, de un futuro entregado a las letras.
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